Contrapunto para lectores ecuatorianos: Michaux y Palacio

Para Hacia Ecuadores y allende. Michaux y su Journal de Voyage, Humberto Robles preparó conversaciones virtuales entre Henri Michaux y tres autores ecuatorianos: Jorge Icaza, Pablo Palacio y José de la Cuadra. Sin embargo, solo uno llegó a publicarse, el del autor de Huasipungo. Ahora que estamos cerca del aniversario de la muerte de Michaux (19 de octubre de 1984), incluimos estos fragmentos inéditos.

Michaux y Palacio en el Savoy

La capital ecuatoriana era en 1928, lo sabemos, una ciudad pequeña aún, de apenas unos 60.000 habitantes, si es que aceptamos ese detalle recogido en Débora (1927). En ese ámbito urbano los encuentros fortuitos no tienen nada de inverosímil. Gangotena le habría dicho algo a Michaux sobre Palacio. A lo mejor se lo presentó. Y ahora que Icaza le ha conversado de él, aquel recupera el nombre y la figura. Michaux entró al Savoy y allí «tropezó» con el del «perfil bolivariano», un decir; estaba sentado este a una mesa donde había una pila de libros y alguna revista. Se saludaron. Michaux alcanzó a ver títulos: Un hombre muerto a puntapiés, Débora, Revista de Occidente y hasta un libro, Les Faux-Monnayeurs, que su amigo André Gide había publicado recientemente, en 1925. Michaux no recuerda bien el idioma; a lo mejor Palacio leía la traducción al inglés que en 1927 publicó Alfred A. Knoft Inc. No recuerda y no importa. El autor nacido en la lejana Loja manejaba bien los dos idiomas, o al menos los leía con fluidez. Lo que sí concibe Michaux es que más tarde podrían haber hablado en Quito sobre teorías de técnica narrativa, sobre la ciudad, sobre la serranía, sobre arte y filosofía, e incluso sobre esas extraordinarias transformaciones que La metamorfosis de Kafka proponía; obra traducida al español en la Revista de Occidente, en 1925, y que por entonces pasaba de mano en mano entre los intelectuales ecuatorianos de la capital, y que Michaux es posible que la leyera allí con Gangotena y que a lo mejor conversó sobre ese hallazgo con Palacio. Puede asimismo que Palacio le haya dado a leer a Michaux en ese entonces su flamante novela Débora y puede que hayan hablado de cuestionamientos de un realismo tradicional, de proyectos, de Vida del ahorcado, y puede, por otro lado, que ya estuviera madurando, gestándose, por entonces, las semillas del futuro Plume de Michaux, tan compatible y solidario del Teniente que figura en Débora, tan actuales y absurdos los dos, sendos emblemas de papel, a fin de cuentas. Pero, parece que nos estamos descarrillando y lo que interesa por ahora es potenciar analogías entre Michaux y Palacio respecto a la realidad ecuatoriana. Sea como fuere, ese encuentro fortuito con Palacio acabó en una primera conversación entre dos que se reconocen por empeños compartidos.

Sería hacia marzo de 1928, después del banquete en honor de Raúl Andrade al que no asistió Michaux y donde le echaron de menos los que sabían de su humor, y Palacio sabe de eso. Por allí se empezaron a entender. Palacio también sabe algo de magia y de filosofía, de cine, sabe, además, recurrir a la Biblia. Sería bueno conversar con él sobre esos temas y sobre el campo andino y sobre la ciudad, sobre las formas, sobre la quiromatia, sobre la serpiente que se muerde el rabo, sobre sus nociones en torno al concepto de la nada, sobre eso de que «La nada es nada que nunca termina …» (OC, p. 258)1. A lo mejor puede que ese libro Débora me empuje a escribir algo igualmente absurdo con un personaje pluma, Plume, que traigo en mente hace tiempo. Personaje hecho de un amasijo de letras, como ese Teniente de Palacio.

Dialogamos largo esa tarde, habría de recordar años después Michaux. Nos preguntamos cosas. Nos quejamos de la decadencia de Occidente. Después le pregunté sobre ese intrigante título de uno de sus libros en simientes, Un hombre muerto a puntapiés. Me explicó que era una colección de relatos y algo me dijo sobre el que da el título al volumen. Me habló de que en el fondo él, Pablo, lleva desde siempre un algo que lo arrastra y que de alguna manera se proyecta en sus personajes al nivel del deseo, de actividades, de búsquedas, de algo que está más allá de la razón, y que incluso figura en los ensayos filosóficos que piensa o que habría de escribir sobre el sentido de ciertas palabras y conceptos como «verdad» y «realidad». Explica que quizás por esa abrumadora ambición de los humanos tratando de ir tras los límites, sabiendo que les espera lo ilimitado, le ha interesado Heráclito. Este, dice, refleja en sus fragmentos, en toda esa miscelánea de pensamientos y opiniones, sus tantos anhelos por ir más allá, por ir más allá de ese agobio que dicta que el mundo es «un montón de inmundicias esparcidas al azar», lejos de la comprensión humana, pero, no obstante, siempre nosotros buscando, siempre escarbando, buscando una respuesta a nuestros «anhelos insatisfechos». Me dijo que en Un hombre muerto a puntapiés el personaje es un homosexual que no puede contener el arrastre de sus anhelos, de sus deseos amorosos, que no puede contener esa pasión motor que lo empuja más allá de sí mismo. Me dijo que Débora, la novela corta que decidió obsequiarme, contiene, incluso en la tapa, dibujada por Latorre, esa búsqueda, ese anhelo erótico, en este caso el anhelo de una mujer, que mitifica con su sabor de miel lejano y bíblico, inalcanzable, el título de la novelita. En el fondo de mis libros, explicó, yace la sombra que todos llevamos de querer vivir otras vidas que la vida real.

Me enseñó la portada, recuerda Michaux, y allí, en efecto, estaban las miradas anhelantes, desesperadas, las ventanas, los ojos de los puentes, los pubis sugeridos, las nalgas y muslos firmes, las estampillas de correo, los barrios bajos de la urbe, de Quito, el tema de la avaricia, de la lotería, del dinero, las referencias al progreso y a la tradición en una estrecha calle llamada La Ronda; allí está la presencia de un mundo otro; allí está la soledad de una pieza donde el Teniente simula, imagina y vive de sus fantasías, una pieza en el zaguán de la calle Pereira 57, no muy lejos del centro de Quito, pieza sin muebles, sin pantalla, desnuda, pieza humilde cuyas apariencias encubren los tragicómicos desplantes de la «vacía vulgaridad», que configuran el perfil del Teniente. Palacio me llamó la atención a otros detalles de la tapa. Sentí allí la presencia de una voluntad de vida, de ojos y ventanas, de fantasías, de un erotismo empotrado en un ambiente santero, de usos y convenciones, de ilusiones o de algún Skrik que quisiera encaramarse, saltar, ir más allá del espanto espantoso que implican los muros, pero entiendo también, con Palacio, que todo allí sucumbe a la parálisis del silencio y las tinieblas que inmovilizan el espíritu de esa ciudad llamada Quito y de su gente. Entiendo la presencia de las fantasías y barreras de que habla Pablo. A fin de cuenta yo también miro los límites y quiero llegar más allá, sabiendo que en el fondo está siempre lo ilimitado. Bien sé que mi condición de viajero, en pos de ese goce que nos brinda la mudanza sin fin, es un atributo que me constituye.

Le dije que coincidía con él en muchos de sus aciertos en cuanto a la manera de ver la ciudad y sus alrededores. Me pidió que leyera fragmentos de escritos suyos que de una manera u otra ilustraban su visión de Quito, de sus interiores, de su gente y de sus contornos. Me dijo que él no veía ni el campo ni la ciudad igual que Icaza. Buena gente este, insinuó, envuelto siempre él en un aire de alboroto y altanería, de tragedia social pintada con brochazos a ritmo de metralla, mientras yo, explicó, me inclino a ver las cosas con cierto humor, con cierta distancia, me inclino por el disparate, tengo algo de majadero y burlón como podrás ver en esas referencias que te he dado, sacadas todas de mis librillos; te paso también algunas páginas inéditas, próximas a formar parte de una novela subjetiva mía, abundante en aforismos, que habré de llamar, Rumiantes a la sombra o, repito, Vida del ahorcado (1932). ¿Te suena a Nietzsche y su Caminante el primer título? A mí también. Puede, me digo a veces, que mi inclinación hacia los aforismos venga de Heráclito y de Nietzsche (¿también de Pascal?). No sé. Puede. Por otro lado, creo que algún ingenioso y aplicado lector querrá a lo mejor recordar alguna imagen del Tarot en el último título, pero, aunque me interesa la magia y lo oculto —Alberto Magnus, Margarita de Valois, e incluso W. W. Atkinson—, pienso más bien que es con el recientemente encontrado absurdo mundo de Kafka con el que podrían verme asociado, inconscientemente, en una que otra de esas páginas, especialmente en las tantas, especialmente las primeras y últimas, donde reina lo absurdo, lo ordinario y lo cotidiano de un vivir institucionalizado. Imagino, por lo que ahora sé, que bien puede que en el porvenir haya lectores que al leer a Kafka me relean a mí, o viceversa, y que piensen en enlaces y en esto y aquello. ¡Bienvenidos!

Igual podría ocurrir que los recuerdos del porvenir vean resonancias de mi obra en un tal Roberto Bolaño que ahora en 1928 no existe ni por piensos, pero que viene viajando. Puede también que rebusquen archivos y encuentren paralelos con el formato de tu Mes propriétés (1930). La tradición se encarga de rebuscar coincidencias donde uno ni siquiera las imagina o sospecha. (¿Leíste el relato La metamorfosis que tradujeron hace poco en Revista de Occidente? Aquí lo cargo. Fue Gangotena quien me hizo el favor de dármelo prestado, pero tú ya sabes de ello). La verdad es que algo imprecisable me identifica con el mundo del checo, pero no sabría precisarlo del todo; y, atrevido e inverosímil delirio sería proponer presencias mías en el chileno aquel, todavía inexistente, o ver paralelos con lo tuyo. Mucho se inventa. Múltiples son las restricciones que nos atan a nuestras circunstancias y nos impiden entrever tantas cosas. Puede que a algún ingenioso lector se le ocurra pensar que el título aludido de mi novela sea una referencia a alguna condición social o a algún incurable tormento. No sé. En fin, hablaremos, sea en la realidad o en los recuerdos, de eso estoy seguro. Espero que, cuando nos encontremos de nuevo, tú o alguien piense e imagine sobre nuestros encuentros y desencuentros, sobre nuestro sentido práctico y teórico de la literatura, sobre lo que, en los recovecos de la memoria de esos presuntos lectores, compartimos tú y yo, aparte de haber coincidido en el tiempo, o quizás por eso.

Michaux, buen escucha que siempre ha sido, recuerda que tuvo en cuenta lo conversado y procedió a leer sobre páramos, nubes, neblina, nevados y frío, sobre los arreglos y desarreglos que nutren la literatura de Palacio, sobre los «barrios bajos» de Quito, sobre la desmitificación de lo pintoresco desabrido, sobre arrastres de pasión y fantasía, sobre algún «anhelo insatisfecho», sobre los desplantes y máscaras ciudadanas vistas por el autor nacido en Loja del Ecuador. Michaux a la vez que recapacita en sus propias experiencias, en lo que él había visto, reconoce que tanto la voz suya, la de un forastero, como la de Icaza, rencor atrapado, comparten elementos similares y distintos, las dos cosas, y ese es también el caso con la voz intelectual de Palacio, voz proferida con sutil etiqueta, mas siempre cargada de detonantes de doble filo que causan sonrisa y reclamo, que, gracias a implícitos disparates satíricos, exponen los humanos absurdos transmitidos por una tradición irredimible, empotrada, que importa exponer y desacreditar, llamar al asco de las prácticas que encarna. La manera que tiene Palacio de ver el campo, la ciudad y la vida cotidiana de la gente, se dijo Michaux, me acerca y me distancia de él. Algo hay, sin embargo, que nos identifica: ¿será acaso una bienvenida vena humorística, de suspicacia, que corre por los ámbitos de un posible contrapunto?2.

CAMPO, MONTAÑAS Y FRÍO

La paja crece alta, seca, gris y desgarbada como señorita de provincias. Con un poco más de frío, la nariz se le haría a usted un helado. Bien lejos, dos ramas que rozan con fuerza chillan como condenados: una vez y otra; una y otra vez. Así en balancín y con batuta.

(…)

Ahora el viento le cerca y envuelve. Usted ve que el espacio se mueve; ese espacio gris: turbio, opaco, espeso. El aire se agita y el horizonte se desdibuja; algo se viene contra usted y lo cubre. No hay montaña y solo existe lo gris. Usted se admira de respirar una masa espesa, que le sobrecoge, le pone en ridículo y le hace sándwich.

En el mundo solo existen dos cosas: su notable persona y la niebla. Su notable persona y la niebla.

Usted tiene miedo de encontrarse tan solo, en medio de la niebla.

(…)

Ha coronado la montaña. Por casualidad no hay una nueva atrás. Está usted en el portete, ese burladero que todas las montañas tienen y por donde se escapa uno hacia el valle, cálido, con ananás, con caña de azúcar, con melones hidrópicos.

¡O! ¡O!

No hay valle. Ha desaparecido el valle. Solo hay nubes emplazadas en el valle, y como usted está bien alto, en el portete, resulta estar sobre las nubes.

Si usted ha creído que el cielo es aquello en donde las nubes suelen pasar el tiempo, ha caído el cielo.

Si usted viene de adentro, no olvide decir «¡O!, ¡O!»

Nubes blancas, hacinadas, fundidas, blancas otra vez, poseyendo el valle. Y en alguna parte está el sol, el sol colorado, sajón y salchichero, que echa una mancha roja sobre el más lejano límite de la masa blanca.

Los colores están en este orden:

blanco … bastante;

rojo … cinta delgada;

azul … todo el resto.

Si usted viene de adentro, no olvidará decir que este ha sido el maravilloso espectáculo que tuvo en su vida ¡en su pobre vida! y con las nubes bajo los pies.

Pero luego al llegar a la ciudad. Allí encontrará mujeres con las narices tan en alto como perros de caza. Allí se dará cuenta de que un maitre d’hotel, con anilinas comestibles, puede trabajarle un budín más maravilloso que el espectáculo que quedó bajo el portete. Y . . .

O, O. La naturaleza.

¡Que me vengan a mí con la naturaleza!

Sierra, 1930, OC, pp. 348-50

El Gobierno de la República ha mandado insertar en los grandes rotativos del

mundo esta convocatoria (…):

¡ATENCIÓN: SUBASTA PÚBLICA!

Atención, capitalistas del mundo:

El Chimborazo está en pública subasta. Lo daremos al mejor postor y se admiten ofertas en metálico o en tierra plana como permuta. Vamos a deshacernos de esta joya porque tenemos necesidades urgentes: nuestros súbditos están con hambre, por más que tengan promontorios a la ventana. Hoy es el Chimborazo, mañana será el Carihuairazo y el Corazón; después el Altar, el Illiniza, el Pichincha. ¡Queremos tierra plana para sembrar caña de azúcar y cacao! ¡Queremos tierra para pintarle caminos!

Atención, capitalistas del mundo:

¡Los más hermosos volcanes están en pública subasta!

Vida del ahorcado, OC, pp. 216-217

Ahora la ciudad, después del campo, parece una cosa decente, limpia y clara. El campo era tierra en grande, con viento. Primero, tierra pelada y amarilla y pequeños arbustos tristes; segundo, tierra alfombrada de verde, verde y solo verde; tercero, montañas azules y viento desatado.

Ana quiso salir de la ciudad. (…)

(…) tomamos el tren, ya a orillas de la mañana, y por un pedacito de ventanilla anotamos cómo esta cosa grande de negra se hace lechosa, de lechosa amoratada, azul y de azul, gris: gris sucio, de gasa sucia. «Mira, mira». «Pero fíjate». «Ay, qué bonito». «Ahí, al otro lado».

Después dos horas grises. Después un sol de papel.

Estamos cerca de los nevados y comenzamos a tiritar…

Ana está contenta de tiritar. Claro, esta es una cosa nueva.

En la ciudad casi nunca tiritamos; aquí fácilmente estamos tiritando, aquí sobre el gusano del tren. (…) Este no es un frío vulgar; es el frío de la nieve que está cerca, a veinte pasos del tren. ¿Hueles? Esta nieve tiene un olor especial que no puede conseguírselo en la ciudad. ¿Sientes cómo corta el aire? Parece que tiene navajitas.

Después un poco de silencio. Solo el tren hace talalac, talalac … Siempre hace lo mismo el tren en estas alturas y no le preocupan cosa alguna las navajitas.

Silencio. Silencio.

En esta cordillera interminable la tristeza le coge a uno por la garganta.

Empieza la garúa, finísima; las ventanillas se opacan de alientos; los pasajeros esconden la cabezas entre los hombros y se acurrucan como viejecitos. Talalac, talalac.

Tiempo.

(…)

Adelante. Adelante.

(…)

Tiempo. Adelante.

Un pueblecito.

Aquí también yace una cruz olvidada sobre la que han puesto gozosamente INRI.

Otro pueblecito.

Los Ejidos de estos pueblos de un verde absoluto los han tajeado con canales y a la orilla de los canales las lavanderas están pegando parches bien recortaditos y de todos los colores.

¡Oh!

Al fondo de este pueblo, el río. Mira ¡qué negra la roca y qué profunda la cinta

blanca y delgada del agua!

Hemos llegado.

¿Ahora, qué vamos a hacer aquí, Ana?

(…)

Ana no te ilusiones. El campo solo era tierra grande, con viento. Nosotros, americanos, no hemos podido conocerlo ni amarlo. ¿Recuerdas cómo era de noche esa cosa grande, callada oscura e impenetrable? Tengo miedo del campo; el límite, el límite es lo mío. Solo aquí dentro de estas cuatro paredes, somos tú Ana y yo Andrés: allá éramos unos gusanillos.

Vida del ahorcado, OC, pp. 240-242

PASEO POR CALLES Y BARRIOS CAPITALINOS

Con guantes de operar, hago un pequeño bolo de lodo suburbano. Lo echo a rodar por esas calles: los que se tapen las narices le habrán encontrado carne de su carne.

Un hombre muerto a puntapiés, OC, p. 97

Al través de la vida mental bullente, desordenada, paradójica, se estiraba el barrio

S a n M a r c o s

cuyo nervio céntrico, calle estrecha, había desarrollado con sus pequeños accidentes diversas disposiciones emotivas. De puntillas sobre la ciudad, su plano sería un cuero tendido a secar. San Marcos: una larga prolongación sobre una inflada rugosidad del suelo. Lo más curioso es su campanario, bajo un tejadillo de zinc, adosado al muro de la iglesia vieja.

Desde el final de la calle se puede ver parte de la urbe:

San Juan

La Chilena San Blas

en idéntica disposición.

Naturalmente, no falta en San Marcos el respectivo cuadro mural. Nadie sabe por qué en este cuadro mural incrustaron un pequeño espejo: se le puede creer un ojo que mira o una claraboya que nos trae la mañana del otro lado. Un santo, como siempre. En esta ciudad las murallas son devotas; no puede evitarse el encontrón de un símbolo. Ejemplos:

La Cruz Verde

La esquina de las Almas

La esquina de la Virgen

La Virgen de la Loma Chica

El Señor de la Pasión (sentado a la puerta del Carmen Bajo para que le besen los pies)

y otros muchos que se me olvidan.

Débora, OC, pp. 183-184

La Ronda

(…)

Habría que averiguar si el suburbio tiene una belleza intrínseca o si la serie ininterrumpida de exclamaciones románticas encaminó a nuestro espíritu a creer que la tiene.

(…)

En verdad, puede ser muy pintoresco el que una calle sea torcida y estrecha hasta no dar paso a un ómnibus; puede ser encantadora por su olor a orinas; puede dar la ilusión de que transitará, de un momento a otro, la ronda de trasnochados.

Débora, OC, pp. 190-191

Barrios bajos

(…)

De un salto, los recuerdos fueron al Teniente. ¡Esas escaleras que llevan la calle afluente a una puerta negra! Escaleras características, de adobes, y sebosas por las caricias de las manos de los chicos; derrumbadas y maltrechas, oscuras, por donde hay que subir a tientas, inquietantes porque parece que el crimen está tras la puerta; desvergonzadas, que dan al que las sube un gesto divertido y una coraza contra el asco y

la suciedad.

La mugre no impresionará en adelante ni hará enrojecer el encontrón improviso con la de todos; (…)

Dentro está todo tan sucio y emocionante. Hay una verdadera agencia de carnes viejas. Muchas camas y muchas voces. No importa que los vecinos charlen y se rían o que haya borrachos hediondos.

Débora, OC, pp. 198-99

¿Que es lo que veo, que es lo que puedo ver desde esta ventanita?

Veo un muro gris, un serio muro gris en el que el sol viene a pegarse como una estampilla la mitad del año, como una araña achatada, como una pasta amarilla que a la tarde se envuelve apergaminada hacia arriba. Veo también una pequeña ventana y en ella una cabeza enmarañada, sin peinarse y sin cuerpo, desnivelada al filo de una batiente abierta, con la mirada puesta lejos como hacia adentro.

¿Y qué es lo que tiene esta cabeza?

Nada.

Vida del ahorcado, OC, p. 243

Nada nuevo trae [el Teniente], y siendo como todos es el perfecto imitador social que suspira porque suspiraron los otros: tiene una prima porque los otros la tuvieron. El medio le tiende la acechanza de la igualdad; se le manda rasurarse la barba y definir al Estado: conjunto social que …

(…)

Andar por llenar el tiempo, por esperar que sean las doce (en los demás casos se pondrá otro número), hora capitalísima en la vida de un hombre que no tiene qué hacer, hora del almuerzo; tras la cual se luchará por llenar el tiempo en espera de las siete. El hombre común gira en torno de estas dos horas y todos sus negocios y sus operaciones están en referencia con ellas; (…)

El Teniente, manos en los bolsillos, hacía tiempo hasta la hora impuesta de «no tener qué hacer». Tal vez en espera del momento iluso en que una novedad imprimiera nuevo rumbo a la vida. (…)

¿A quién le va a interesar el que las medias del Teniente están rotas, y que esto constituye una de sus más fuertes tragedias, el desequilibrio esencial de su espíritu?

(…)

El Teniente, con las manos en los bolsillos, procuraba hacer algo por las calles, como calcular el precio de las casas y contar los sombreros hongos que se ponían a la vista.

Y una idea súbita, ya que somos seres de repetición:

«Un militar no debe llevar las manos en los bolsillos», (…)

Débora, OC, pp, 174, 189, 195-96

TEORÍAS

¡Eh! ¿Quién dice ahí que crea?

El problema de arte es un problema de traslados. Descomposición y ordenación de formas, de sonidos y de pensamientos. Las cosas y las ideas se van volviendo viejas. Te queda solo el poder de babosearlas.

¡Eh! ¿Quién dice ahí que crea?

Vida del ahorcado, OC, p. 222

(…) Yo entiendo que hay dos literaturas que siguen el criterio materialístico: una de lucha, de combate, y otra que puede ser simplemente expositiva. (…) Dos actitudes, pues, existen para mí en el escritor: la del encauzador, la del conductor y reformador —no en el sentido acomodaticio y oportunista— y la del expositor simplemente, y este último punto de vista es el que me corresponde: el descrédito de las realidades presentes […] invitar al asco de nuestra verdad actual.

Epistolario parvo de Pablo Palacio, OC, pp. 77-78

Michaux «procesaba» esos presuntos diálogos. Eso recuerda. Mejor sería decir, mitiguemos, que la tradición procesaba y conectaba motivos, establecía constantes, creaba enlaces y contrastes que, desde la perspectiva del tiempo, se constituían en una suerte de cadena de variantes en torno a temas que escritores de una época leídos a la distancia llegan a compartir3. Dentro de esa línea, no está claro cuando se da, si acaso, el fortuito e imaginado encuentro entre una escritor u otro en la mente de un lector. Nadie entiende cuándo sensaciones y memorias aisladas son reanimadas furiosamente, dice Michaux en alguna parte. Ese sería también el caso del encuentro fortuito en un espacio específico, o en la imaginación y la memoria, entre un autor nacido en Namur en 1899 y otro en Guayaquil en 1903.

[Continuará: Michaux y De la Cuadra]

Notas
1. El aludido texto sobre el agasajo en honor de Raúl Andrade aparece reproducido aquí en el Anexo III. Las siglas OC remiten a Obras completas de Pablo Palacio (Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1964). Por razones que no están claras, esa edición no reconoce, como debió, que Jorge Enrique Adoum estuvo a cargo de la publicación. Ese detalle solo consta en el prólogo firmado por Alejandro Carrión.
2. En este caso, reproduzco aquí los textos que, a mi arbitrio, he recopilado de Palacio. Estimo que este es el lugar donde mejor encajan para beneficio del lector y posibles comparaciones y contrastes. Ecuador. Journal de Voyage es el texto que ha reanimado en mi memoria e imaginación estos textos del autor lojano.
3. Edward Shils, Traditions (Chicago, University of Chicago Press, [1981], 1983, pp. 13-14, nos instruye y persuade así sobre el asunto: «Constelaciones de símbolos, conjuntos de imágenes, son recibidos y modificados. (…) Vista cual una cadena temporal, una tradición es la secuencia de variaciones que se dan en torno a motivos transmitidos y recibidos. El enlace entre las variaciones puede que consista en temas compartidos, en la contigüidad de su presentación y desaparición, y en provenir de un origen común. Una tradición sufre seguramente cambios, incluso en el supuesto de una cadena corta de transmisiones a lo largo de tres generaciones. Sus elementos esenciales persisten en combinación con otros elementos que cambian, pero lo que la establece en tradición es lo que un observador extraño juzga que constituyen sus atributos esenciales, reconocidos estos como similares a lo largo de sucesivas etapas o actos de transmisión y posesión». Al citar el texto anterior, mi intención es señalar que el método de lectura que sugiero y propongo es que, desde la distancia actual, es lícito ver que Michaux y De la Cuadra encajan dentro de una misma tradición generacional que, con las variantes del caso, cada uno, dado su genio creativo, impone sobre los varios motivos que identificamos como compartidos. Icaza y Palacio también se hallan dentro de ese mismo horizonte de motivos compartidos, cada cual expresándose a su manera.